Un insurrecto había sido condenado a morir en la horca. El hombre, cuya madre vivía en una lejana localidad, pidió al rey permiso para ir a verla. El monarca aceptó con una condición: que un rehén ocupase su lugar mientras permanecía ausente y que, en el supuesto de que no regresase, fuera ejecutado en su lugar. El insurrecto recurrió a su mejor amigo y le pidió que ocupase su puesto. El rey dio un plazo de siete días para que el rehén fuera ejecutado si en ese tiempo no regresaba el condenado.
Pasaron los días y, al llegar el sexto, se anunció la ejecución del prisionero para la mañana siguiente. El rey preguntó por su estado de ánimo a los carceleros y estos respondieron: «¡Oh, majestad! Está muy tranquilo. Ni por un momento ha dudado de que su amigo volverá». «¡Pobre infeliz!» exclamó el monarca.
Llegó la hora de la ejecución y el rehén estaba relajado y sonriente, incluso cuando el verdugo le colocó la cuerda en el cuello.
Justo cuando el rey iba a dar la orden de ejecución apareció el insurrecto a lomos de su caballo. El rey, emocionado y en
recompensa del cumplimiento de aquella promesa, concedió la libertad a los dos hombres. Y es que, cuando hay confianza y lealtad, uno no tiene nada que temer.
REFLEXIÓN:
Las promesas les pueden gustar a los amigos, pero no cumplirlas los vuelve en enemigos. Por eso, no prometas lo que no
puedes cumplir; más si cumples, ¡cumple más de lo que prometiste!
Fuente: Revista pronto, el rincón del pensamiento.