Un monje en la cima de las montañas, reflexión sobre lo que cada uno obtiene de sus actos.

En el Japón de la era Tokugawa había un samurái que odiaba a un antiguo camarada suyo, el cual había abandonado el oficio de las armas para hacerse monje budista y vivía retirado en una ermita de las montañas.

 

Un día, el samurái estaba en el bosque, ejercitándose con su arco, cuando vio al monje tomando sus abluciones rituales en el río. Entonces el samurái le disparó una de sus flechas, pero el monje la agarró en el aire con sorprendente agilidad y desapareció entre los matorrales de la orilla antes de que su adversario pudiera disparar de nuevo.

 

Aquella noche el samurái se retiró a su alcoba y se durmió, pero no tardó en despertarse, súbitamente alertado por el

leve roce de unos pies descalzos sobre el entarimado de madera. Entonces vio que su enemigo, el monje, se hallaba al lado de su lecho, observándolo fijamente. Asustado, el samurái le preguntó:

 

-¿Has venido a matarme?

El monje respondió con fría serenidad:

-No, ahora soy un monje y no puedo matar a ningún ser vivo, ni siquiera al que haya intentado hacerme daño.

-Entonces, ¿para qué has venido?

-Para devolverte lo que es tuyo.

Tampoco puedo quedarme con nada que no me pertenezca, aunque me haya sido ofrecido tan generosamente como tú me ofreciste tu flecha.

 

Dicho esto, el monje arrojó al suelo la flecha que el samurái le había disparado aquella misma tarde y se encaminó hacia la salida del cuarto. Enfurecido por la magnanimidad de su adversario, que él interpretaba como un desprecio, el samurái le gritó antes de que saliera:

 

-¡Esto no cambia nada, algún día te mataré sin compasión! Al contrario que tú, yo no he hecho ningún voto de respetar la vida ajena.

El monje dijo, tranquilamente y sin volverse para sostener la rabiosa mirada de su enemigo:

-Eso no es de mi incumbencia.

Y el monje se marchó, tan sigilosamente como había entrado.

 

El samurái seguía empeñado en matar a su enemigo y no temía que este pudiera entrar en su casa, pues ahora sabía que sus escrúpulos religiosos le impedirían tomar venganza de sus ataques. Pero, como no se sentía capaz de matar en un combate justo a un hombre tan hábil, sobornó a un hombre del pueblo para que penetrase en la ermita donde vivía el monje, mientras este se hallara ausente, y escondiera una serpiente venenosa entre las ropas de su lecho.

 

Aquella noche, el samurái volvió a despertarse y, una vez más, vio al monje junto a su cama. Esta vez, fue el monje quien

habló primero, con la serenidad que lo caracterizaba:

-Una vez más, debo devolverte lo que es tuyo.

Dicho esto, extrajo de una bolsa de cuero la víbora que el campesino había escondido en su ermita y se la arrojó al samurái. Este, aterrorizado, hizo un movimiento brusco que enardeció a la serpiente, la cual le propinó un mortífero mordisco en las venas de su brazo izquierdo.

 

El samurái gritó de dolor y, antes de morir, le dijo al monje:

-¿Por qué no has matado a la víbora?

-Por el mismo motivo por el que no te maté a ti la otra noche: yo hice voto de no destruir ninguna vida, ni siquiera la de un enemigo.

-Pero ahora acabas de provocar mi muerte…

-Yo no te he causado ningún mal. Es la víbora la que te ha mordido, yo me limité a devolvértela como te devolví la flecha. Y, si la víbora no ha hecho ningún voto de respetar la vida ajena, eso no es de mi incumbencia.

 

(Créditos al autor)