Liu Bei era un caudillo militar del suroeste de China y tenía un ejército bien armado y muy disciplinado. Sin embargo, le faltaba un consejero con previsiones estratégicas que dominara el arte de la guerra. Andaba en su busca desde hacía bastante tiempo, sin resultados positivos. Estaba muy preocupado, ya que lo necesitaba realmente para conseguir nuevos triunfos militares. Por eso se emocionó sobremanera cuando se enteró de la existencia de un hombre muy inteligente, que se había retirado a una cabaña de la montaña como ermitaño.
Al día siguiente, acompañado de dos generales, salió para visitarlo. Cabalgaron durante toda la mañana para encontrar el sitio donde vivía el ermitaño. Era un lugar tranquilo, en la profundidad de la montaña, escondido entre tupidos árboles, por donde serpenteaba un riachuelo de aguas transparentes. Se apearon de los caballos y llamaron a la puerta de la cerca. Salió un criado joven que les informó que el señor había salido de mañana, sin dejarle dicho adonde se dirigía ni cuándo volvería.
Desanimado, Liu dejó un mensaje para el ermitaño pidiéndole que fuera a la capital a verlo por un asunto de primordial importancia. Esperó varias semanas, sin que se presentara el esperado hombre. Con la idea de encontrarlo esta vez, salió de nuevo con la comitiva. A medio camino, empezó a nevar y hacer mucho frío. Los dos generales trataron de disuadirlo del intento de encontrar a aquel hombre que le rehuía. Pero Liu insistió en que debía encontrarlo a toda costa.
Cuando por fin llegaron a la cabaña, ahora cubierta de nieve, se encontraron con el hermano del ermitaño, quien, para su gran desilusión, les dijo que el hombre había salido otra vez de excursión, probablemente para buscar a unos amigos ermitaños o a pasear por barco en las aguas verdes del sur. No tuvieron más remedio que volver otra vez a la capital, esperando que el ermitaño les fuera a visitar.
El ansiado ermitaño se hizo esperar todo el invierno. Cuando llegó la primavera, el caudillo decidió buscar otra vez al hombre de la cabaña. Antes de salir, pasó tres días de ayuno para purificar su mente. El día del viaje madrugó para bañarse y rezar por la buena suerte. Los dos generales, impulsivos y coléricos, manifestaron su disgusto:
— Para qué tanta devoción por traer a ese desgraciado. Déjenos ir a nosotros y lo traeremos atado con una cuerda.
El caudillo Liu reprimió su violencia y les ordenó la máxima discreción.
Cuando se aproximaban a la barraca, Liu y su comitiva se apearon a una distancia prudencial para acercase a pie. Esta vez tuvieron la buena nueva de que el ermitaño no había salido. Sin embargo, estaba durmiendo la siesta. El caudillo ordenó que los generales esperaran fuera de la tapia, y él mismo entró sin hacer ningún ruido. Esperó largo rato, impidiendo que el criado despertara a su amo. Uno de los dos guerreros se impacientó de la eterna espera, gritando:
— ¡Déjeme entrar e incendiar la cabaña a ver si despierta de una maldita vez!
La severa mirada del caudillo volvió a controlar la impulsividad del general, justo en el instante en que se oyó que bostezaba el durmiente en el interior. El criado quería entrar para informarle de la visita, pero Liu se lo impidió nuevamente. Esperaron otro largo rato, hasta que el ermitaño se desperezó de su larga siesta.
Al enterarse de la importante visita, conmovido y avergonzado, el ermitaño fue a cambiarse y volvió a salir para darles la bienvenida.
Esa misma tarde, el ermitaño salió de su cabaña para servirle al caudillo Liu de consejero. Durante largos años de guerra deslumbró a todo el mundo con su aguda inteligencia, su despierta lucidez y su comprobada lealtad. A pesar de las penalidades y la larga espera, el caudillo consiguió poner a su disposición al estratega más brillante de la época. Le ayudó a convertir su reino en una de las tres potencias de su tiempo.