Estaba un hombre a la orilla del camino sentado en una piedra, bajo la sombra de un frondoso árbol; se le miraba triste y meditando cabizbajo. Casi, casi a punto de soltar el llanto. Así lo encontró su compadre y amigo de toda la vida, quien, al verlo en semejante situación, le preguntó cuál era el motivo para estar en una situación tan desesperante.
-Compadre, es por culpa de la desconsiderada de mi mujer, ella es la culpable de mi situación. Esta noche la desaparezco; pero de que se muere, se muere.
-No diga eso compadre, mejor dígame porque la quiere matar; a lo mejor yo puedo ayudar a encontrar una mejor solución al problema.
El compadre después de respirar profundo y conseguir la calma, empezó su relato:
Mire compadre, usted sabe que somos muy pobres y en mi humilde casa la única forma de acompañar el poquito de arroz es con un pedazo de carne que consigo en el monte cuando salgo de cacería. Me voy con mi escopeta, paso varios días de penalidades, arriesgándome con los peligros del monte, esquivando serpientes y animales salvajes, soportar la terrible comezón que me producen las garrapatas, los piquetes de mosquitos, aguantar el frío de las noches que se mete hasta los huesos. Luego, por fin, si la suerte me socorre, logro cazar un venado; pero aun así, tengo que cargarlo a mis espaldas todo el largo camino de regreso al pueblo y subir la cuesta de la loma hasta llegar a mi casa. Aún no termino de llegar, cuando aparece mi señora con el cuchillo en la mano e inmediatamente empieza a repartir el venado entre los vecinos y sus familiares. Que una pierna pa’doña Juana, que otra para doña Cleo, que este lomito pa’mi mamá, que las costillitas pa’mi hermana, que esto pa’ca que esto pa’llá y a los dos o tres días de nuevo sin nada que comer, y el tonto, otra vez de cacería. Pero ya me cansé y esta noche la desaparezco.
El compadre después de meditar un momento, le dio la solución:
-Invite a su mujer a cargar el venado.
-¡Qué?
-Sí, llévese a la comadre de cacería, y no le diga las penurias que pasa para llevar el venado a casa. No le hable de los caminos empedrados, ni los mosquitos, ni los peligros, ni del frío. Invítela a la cacería para que disfruten juntos de los bellos paisajes, del esplendor de las estrellas que cobijan la noche, de los manantiales cristalinos que reflejarían románticamente sus imágenes, de la graciosa manera en que caminan los venados, como si fueran bailarines de ballet; del dulce canto de los grillos y pájaros silvestres… en fin, píntele bonita la cosa.
El compadre siguió el consejo y por supuesto la convenció. Ella, entusiasmada fue con falda larga hasta el tobillo, que poco a poco se le desgarraba con las púas en el camino; la blusa le quedó toda dañada, los zapatos se le rompieron por las piedras y las espinas la hicieron sangrar. El cabello se le maltrató: le quedó tieso como estropajo. Se le pegaron por todas partes garrapatas e insectos. Tenía las manos llenas de ampollas y llagas, que se le hicieron al abrirse paso entre el espeso monte, y estuvo a punto de sufrir un infarto al toparse con una enorme víbora. Por fin, después de tantos martirios encontraron un venado. El hombre sigiloso se acercó a su presa, localizó el blanco justo para liquidar al escurridizo animal; con agilidad pasmosa disparó y el venado cayó muerto. La mujer no cabía de júbilo pensando en que su sufrimiento había terminado, pero no era así.
-Ahora mi amor, quiero que cargues el venado para que veas lo bonito que se siente, le dijo el hombre masticando con una expresión rabiosa cada una de sus palabras.
La mujer casi se desmaya ante la mirada asesina de su marido, pero ante la desesperación por regresar a su casa, ni para protestar tuvo alientos. Cargó el venado en su espalda hasta su casa, casi muerta con las piernas temblando, jadeando y a punto de reventársele el corazón; al llegar tiró el animal en la sala de su casa. Sus hijos y vecinos salieron a recibir a la pareja de cazadores y acostumbrados a la repartición, gritaron con alegría:
-¡Vamos a repartir el venado!
La mujer tirada en el piso hizo un esfuerzo sobrehumano para levantar la cabeza y con los ojos inyectados de sangre, volteó a los vecinos y agarrando aire hasta por las orejas,
les gritó:
-¡El que me toque ese venado, lo mato!
REFLEXIÓN:
Para valorar el esfuerzo ajeno y respetar la real dimensión del trabajo de los demás, todos debemos aprender a “cargar el venado”. Muchos tienen riquezas, empresas y comodidades porque durante años cargaron muchos venados para llegar donde están ahora… Y muchos otros, como la comadre del cuento, siempre esperan, cual hienas, a que llegue el familiar, el vecino, el amigo, el conocido o hasta el desconocido con el venado a cuestas para caerle y desgarrarlo, sin importar el esfuerzo que les ha costado conseguirlo.
La experiencia adquirida con el paso de los años nos ha enseñado, que solo se valora aquello que se ha adquirido como resultado de nuestro arduo trabajo, que sólo cuidamos aquello que nos ha costado esfuerzo, sudor, sacrificio y hasta lágrimas.
(Créditos al autor)